La escuela, y con ella la figura del educador, han pasado
de potencia única a delegar y compartir sus funciones. Todos estamos de acuerdo
en que la familia constituye un gran apoyo a la escuela, de la misma manera que
la comunidad o el círculo en el que se crían los niños. No obstante, en los tiempos
que corren y con la imposición más o menos repentina, aunque lleven un tiempo
presentes es justo ahora cuando la sociedad las está incluyendo de manera más
específica en todas las funciones básicas, de las redes sociales, nuevas
tecnologías y herramientas virtuales, es justo cuando la supremacía del docente
ve sus días contados.
Ante la imagen arcaica y demodée de la escuela, incluso para los más pequeños, las diversas
posibilidades nacen en busca de otra forma de educar, convirtiendo este tema en
uno de los más debatidos, a veces sin ningún tipo de fundamentación más que la
propia opinión personal de lo que vemos reflejado en nuestros hijos y
familiares. Así, las familias, cada vez más formadas y más inmersas en el mundo
laboral y tecnológico, se plantea que quizás la escuela debe cambiar si quiere
conseguir que la educación de sus hijos se amolde a los avances que estamos
sufriendo.
Si la educación deja de entenderse como un proceso de “civilización”
social del individuo, y empieza a comprenderse más como el camino que lleva al descubrimiento
personal y autónomo del mundo que nos rodea, lograremos una mayor participación
en ella, tanto por parte de las familias, instituciones y los propios docentes.
Así, en base a los numerosos problemas con los que la educación en general y la
escuela en particular se encuentran, además de la mayor formación de los padres
y con ello la puesta en duda del sistema que se sigue, cabría destacar el carácter doctrinador de la escuela tradicional debido a la imposición de la religión
como valor casi obligatorio hasta hace muy poco, la esencia de “modelador de
conducta” de los centros educativos, etc.
Ante esto, la jerarquía que existía (escuela-familia-medio)
se disgrega, dando paso al medio social como principal vehículo para hacer
llegar la información, y así por otro lado proporcionar conocimiento,
adoctrinando también, pero de una manera más sutil y peligrosa. La familia y la
escuela estarían en la misma posición, aunque hasta el día de hoy se siga
buscando la manera en la que ambos cooperen y colaboren sin que se convierta en
una lucha de poder.
Si hacemos un guiño hacia el libro blanco de la figura
docente, de José Antonio Marina, un informe con aire de panfleto electoral, donde
se busca una definición y unas medidas que cada docente debe actualizar para
llegar a ser una figura de prestigio, útil y en cohesión con la sociedad para
así generar un aprendizaje global sin caer en los apolillados métodos
tradicionales, deberíamos buscar una solución cooperativa entre todos los
núcleos que influyen en la sociedad y el ámbito del alumnado (familia, escuela,
ambiente social…), y así culminar en el éxito educativo. Y para empezar por el
principio, dejar de lado el concepto de la educación al servicio de la política
y de lo social. Esto es, enseñar por el mero hecho de aprender, educar por el
de crear individuos autónomos y críticos con lo que les rodea, y ejercer de
docente como medio de realización personal.
Ante todo esto, sabemos que la escuela no puede trabajar
sola, y cuando digo escuela, digo equipos docentes, instituciones, alumnado,
asociaciones de padres y madres, Ministros de educación, editoriales de
manuales escolares, etc. ¿Quién ayuda a quién? Una respuesta aún por plantear.
Lo que sí está claro es que sin el acuerdo mutuo de todos los factores
influyentes y su cooperación para la búsqueda de un fin educativo, la escuela se transforma en cuatro paredes
donde repetir una lección tras otra: “Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son
seis…”.
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